jueves, 10 de noviembre de 2011

Justicia poética

Teo había cumplido treinta años. Tenía un auto y un controlador midi. Tenía un buen bigote y una no muy satisfactoria hemorroides. Pero también tenía una vecinita de enfrente, persona a quien espiaba, casi diariamente, desde su balcón. Y lo hacía con sigilo, desde la penumbra de su oscuro apartamento. Siempre fantaseando con acariciar aquellos rosados pómulos, bañados en rizos de oro. Besar esos labios de porcelana, que insinuaban quebrarse en el primer beso. Nunca le había hablado ni sabía su nombre, pero aún así sentía que la amaba desesperadamente.
Cada bendita mañana (alguna que otra maldita, también) él abría las puertas del balcón y se asomaba para verla. Y ahí estaba ella, solitaria, con su máquina de coser. Y cosía y cosía delantales. Con el tiempo, Teo empezó a darse cuenta de que realmente quería llegar a ella, siendo que el voyeurismo que venía practicando desde hace tiempo ya no lo llenaba como antes. En ese momento decidió no acercarse más su balcón, aunque sea hasta poder elaborar una buena forma de alcanzarla. Pensó y pensó; desechó miles de ideas típicas. Algo era seguro: Teo no tenía el valor para hablar personalmente, ni siquiera por teléfono. Lo primero que le vino a la cabeza fue enviar una caja de bombones con tarjeta. Pero luego cayó en cuentas de lo trillado del asunto y la descartó por completo. Entonces se vino con la idea mandar un comando SWAT que entrara violentamente por la ventana y luego le cantaran algo romántico a cuatro voces, pero tampoco le cerraba del todo. Teo estaba seguro de que algo debía enviar: Caballos de madera, autos deportivos, bailarines exóticos, drogas duras...Ninguna de estas ideas lo convencían del todo. Y fue ahí cuando llegó la mas atrevida e infalible de todas: la poesía. Infalible porque la poesía gusta, la poesía estremece, emociona. La poesía perdura en el tiempo. Un poema escrito hace cientos de años, llega hoy a nosotros, produciendo lo mismo que en aquél momento. No podía fallar.
Comenzó mirando estante por estante de su biblioteca, leyendo cuanto libro de poesía encontrase. Muchísimos autores, muy diferentes entre sí, pasaron por sus ojos esa tarde: Lorca, Baudelaire, Neruda, Rimbaud, Bukowski. Desde lo mas romántico y empalagoso hasta lo mas directo y burdo. Finalmente se decidió por un libro de poemas muy bellos y simples. Comenzó a transcribir lo que leía. Una vez finalizada la tarea, decidió no colocar título ni autor de los poemas. De hecho tampoco se animó a firmar la carta, temeroso de ser rechazado y perder la chance para siempre... Se dispuso enviarla personalmente, deslizando el sobre bajo su puerta. El poema elegido decía algo así:

Tengo la convicción de que no existes
y sin embargo te oigo cada noche
te invento a veces con mi vanidad
o mi desolación o mi modorra
del infinito mar viene su asombro
lo escucho como un salmo y pese a todo
tan convencido estoy de que no existes
que te aguardo en mi sueño para luego.

La tarde siguiente aguardó paciente desde su balcón, con la esperanza de poder observar la reacción de su amada. Para suerte de Teo, la muchacha no solo recibió la carta sino que además se sentó junto a la ventana, en el mismo lugar de todos los días, y comenzó a leer. Al finalizarla, pudo ver como su vecina sonreía y se sonrojaba a la vez, emocionada. Teo estaba igual.
Al día siguiente, un nuevo poema estaba listo para ser enviado. Mismo libro, mismo autor. La carta, igual de anónima.
Cuando la segunda fue enviada, Teo se instaló en su puesto a observar. La muchacha la leyó nuevamente en la ventana. Su reacción fue mayor aún. La de Teo mucho mas..
Y con el tiempo siguieron los poemas y las cartas, y la chica todos los días sonreía y se sonrojaba. Lagrimeaba y reía. Siempre emocionada, mientras Teo seguía anónimo desde su balcón.
Luego de seis meses y veinticinco días de secreta correspondencia, Teo nuevamente comenzó a sentir que lo que hacía lo estaba dejando insatisfecho. Ya no era suficiente una carta. Tenía que hablarle y para eso había que juntar valor. Muchísimo. Alrededor de cuatro o cinco quilogramos de valor. Una vez así, pensó la forma de encarar el tema. ´Este... mira... yo soy el de los poemas, ¿sabías?´ o ´Hola nena, vamos a rockear´. Pero ninguna era realmente buena y durante un rato permaneció esbozando distintas frases y maneras de arrancar.
Concluyó en que lo mejor sería la espontaneidad, y se mandó. Cruzó la calle, tocó el timbre y se presentó. Ella lo dejó pasar y se sentaron en su living. Hablaron muchísimo tiempo. Horas y horas. Hablaron de las cartas, poemas y el autor. Casi llegando a la nochecita, Teo volvió a su departamento. Lloraba desconsoladamente, totalmente destrozado. No pudo hacer nada para remediarlo. Luego de seis meses de poemas, la chica ya estaba profundamente enamorada de Mario Benedetti.

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